Por Jaime Egüez, Director del Club de Ejecutivos del Paraguay.
En la historia humana han ocurrido grandes avances que han propiciado nuevos y mejores escenarios para nuestras vidas, así como puntos oscuros de significativos eventos donde también la historia ha tenido una situación de quiebre y han surgido nuevos códigos de comportamiento social.
No es necesario extendernos mucho en la historia reciente y determinar eventos donde el mensaje que se busca instalar es de la necesidad de un nuevo modelo de comportamiento social. La reflexión de las masas colectivas no siempre es un buen punto racional desde donde partir justamente porque las masas son emocionales, son actos colectivos donde un sentimiento común impulsa a una gran cantidad de personas a compartir su frustración o su felicidad y éxtasis.
En estos procesos se pueden dar extralimitaciones o injusticias motivadas por esta avalancha de sensaciones y copia de comportamientos mutuos en un grupo de personas. Lo que definitivamente está mal es no reflexionar sobre lo que se percibió en estos eventos y bajo un riguroso análisis y objetividad sacar conclusiones si los resultados son legales y, sobre todo, justos para los objetivos de estas acciones colectivas.
En este proceso de redefinición del código de comportamiento de la clase política lo que entendemos es importante comunicar que una gran parte de la población, por lo decir la gran mayoría solicita y exige un cambio de conducta, un marco claro de integridad y especialmente de rendición transparente de cuentas de lo que un político hace con su influencia, con el dinero público que administra y con las leyes que aprueba o rechaza, dejando a un lado su apetencia personal por ser beneficiado a costa del dinero del pueblo paraguayo.
Un lado de reflexión es entender que queremos instalar como “nuevo código de comportamiento político”, que demandamos como sociedad. Definir esto desde el sector privado, desde las asociaciones, y luego definitivamente desde la propia función pública es vital para producir realmente un cambio.
Se sabe que algunas cosas básicas como no desviar fondos públicos a usos particulares es algo que está penado. Pero si esto es cierto ¿porqué a la fecha tantas personas que simplemente han usado los mecanismos de negación procesal de actos presumiblemente ilícitos nunca terminan de enfrentar la justicia y ni qué decir en compensar y eventualmente pagar por los daños perpetrados?
Si nos remontamos a la historia familiar, muchos podemos recordar que cuando estábamos en el colegio realizábamos alguna falta y el director nos llamaba para decirnos: “niños, al que me dice la verdad y reconoce la culpa lo consideraré arrepentido y el castigo será menor, aunque habrá castigo”. Lastimosamente hemos ampliado el castigo, abusando de nuestra posición temporal de jueces, a la persona que fue capaz de reconocer que se equivocó y se comprometió a compensar y abonar un monto muy superior al daño efectuado. A esta persona colectivamente la sociedad la ha penalizado en una dimensión muy superior a la falta, la ha estigmatizado incluyendo a su familia bajo la excusa de su reconocimiento implícito y con esto ha conseguido instalar el nuevo código de comportamiento político.
Lo interesante es preguntarse qué haremos con los que continúan usando los resortes legales para evitar reconocer sus faltas en sus comportamientos como figuras públicas al servicio de la sociedad. Porque definitivamente la lección que hemos instalado a través de los medios es que tener la actitud de reconocer una falta es mucho peor que negarla rotundamente. No sé si esto es saludable para la sociedad, lo que sí considero importante definir un nuevo marco de comportamiento donde poder evaluar y controlar a los que están al frente y a cargo del dinero público.
Definir claramente qué es un acto corrupto es el primer paso que públicamente debe dar el nuevo gobierno.
Artículo publicado el 10 de agosto de 2018 en el diario La Nación
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