Por Antonio Espinosa, socio del Club de Ejecutivos.
La respuesta, “la vida no tiene precio” no solo es ingenua, es claramente falsa. Como personas y como sociedades, consciente o inconscientemente, ponemos precio a la vida en cotidianas decisiones.
Al construir una nueva ruta, ¿cuánto adicional invertimos para colocar instalaciones que previenen accidentes fatales? Cuando un soldado o policía fallece en el ejercicio de sus funciones, ¿qué indemnización pagamos a la familia? Cuando una persona es secuestrada, generalmente los secuestradores piden una suma, y los familiares ofrecen otra menor. En ese instante, se pusieron valores, máximo y mínimo, a la vida del secuestrado. El importe finalmente acordado, entre ambos, es el precio de esa vida.
A veces el precio no es monetario, sino un costo político. ¿Por qué siguen circulando ómnibus chatarra? ¿Por qué municipios aledaños a la capital permiten que taxis ofrezcan un servicio público sin Inspección Técnica Vehicular? En estos casos, la autoridad competente no está dispuesta a asumir tan siquiera cierto costo político para reducir el riesgo de accidentes fatales a los pasajeros.
El valor de la vida se cuantifica de manera real y matemática, en la determinación de políticas públicas, sean obras de infraestructura o campañas de prevención de enfermedades. Este valor, llamado Valor Monetario de la Vida Estadística (VMVE), es determinado mediante encuestas consultando cuánto consideran que se debe pagar para reducir el riesgo de una fatalidad. Varía de acuerdo con la cultura y los ingresos de cada país, pero la OCDE recomienda a sus miembros, en su mayoría países de primer mundo, que utilicen un VMVE entre 1,5 y 4,5 millones de dólares. Este monto determina entonces cuánto el Estado está dispuesto a gastar para evitar una muerte, sea en una valla de seguridad o en una campaña de vacunación.
En el caso de los seguros de salud públicos, como el de nuestro Instituto de Previsión Social, la cuestión es distinta. Cuentan con una cantidad de recursos limitada para atender una demanda potencialmente ilimitada, dados los altísimos costos de ciertos tratamientos de la medicina moderna. Entonces deben establecer reglas que permitan determinar qué intervenciones autorizar en cada caso.
Para este fin se utiliza el Año de Vida Ajustado por Calidad (AVAC), donde un año de perfecta salud vale 1, y la muerte vale 0, entonces cuatro años de vida con salud mediocre, y una calidad de vida también mediocre, podría tener un AVAC de 2. En Gran Bretaña, teniendo en cuenta los recursos disponibles, el servicio de salud pública valora un AVAC en unos 30.000 dólares. Así, en el caso mencionado, si el tratamiento para lograr, en promedio, esos cuatro años adicionales tiene un costo mayor a 60.000 dólares, es poco probable que sea autorizado. De la misma manera determinan también cuales medicamentos son autorizados y cuales no. Por ejemplo, una droga muy cara pero estadísticamente eficaz para casos de hepatitis, sofosbuvir, ha sido autorizada, mientras que otra droga, para ciertos casos de cáncer, bevacizumab, que tiene un costo de aproximadamente 120.000 dólares por AVAC, no esta autorizada en el servicio de salud pública británico.
La peor opción para un servicio de salud pública es no tener reglas para hacer estas determinaciones. Entonces las decisiones se toman basadas en “la cara del cliente”, sus amistades o sus conexiones políticas, y se agotan los fondos en tratamientos onerosísimos, con la consecuencia de crónicos faltantes de los remedios más básicos y eficaces para la mayoría de los aportantes.
Normas claras, compartidas con los ciudadanos, y transparentes en su aplicación, son esenciales para asegurar los mejores resultados en la salud de los asegurados y blindar a las autoridades ante acusaciones de favoritismo y corrupción.
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