Por Luigi Picollo, Vicepresidente del Club de Ejecutivos.
Los países deberían ser administrados como las empresas, pagando sus préstamos con su flujo de caja operativo, o sea, con los ingresos genuínos. Pero en sus gobiernos se establecieron la “conveniente” creencia que los países no quiebran. En nuestro caso, la creencia persiste porque no ha sido aún desafiada por el mercado, pero la dura realidad esta cerca. En menos de tres años, lo que se recaude en impuestos será absorbido por los gastos rígidos, pagos de intereses y principal de la deuda, no quedando nada para inversiones y verdadera creación de valor. El espacio fiscal desaparecerá rápidamente, incluso con el resultado de la nueva reforma tributaria.
Se estima que en el mismo 2020 la deuda llegaría al 27% del PIB. Parece poco comparado con otros países, pero esa no es la comparación correcta. Debemos comparar nuestra deuda con nuestra legítima capacidad de generar ingresos, o sea, con lo que realmente el Estado recauda y el sector privado produce de valor. Siendo un país de bajos impuestos NO podemos compararnos con otros países con una mayor deuda como porcentaje del PIB, porque estos países tienen una presión tributaria muchísimo mayor. Dicho de otra forma, no existe un país altamente endeudado que sea viable con bajos impuestos.
Entonces, antes que nos demos cuenta llegaremos a tener que tomar una dura decisión: (1) volvemos a aumentar los impuestos y perdemos un gran atractivo que tenemos como mercado; o (2) el Estado dejará de ser el gran promotor de inversiones y este espacio de crecimiento lo ocupará el sector privado. Los políticos apostarán por la opción 1, los legítimos empresarios por la opción 2. Los políticos son más corporativos y prepotentes, los empresarios más tímidos y no quieren exponerse.
No obstante el improbable escenario de la opción 1 sea el camino escogido, aun en ese caso habrá que emitir más bonos, pues existen muchos contratos plurianuales en ejecución. Esto es como frenar un enorme transatlántico con 304.000 tripulantes, hay que poner las máquinas en reversa mucho antes y todavía así se recorrerá un largo camino que nos dejará más cerca del aprieto fiscal. Teniendo en cuenta que una importante parte de esos 304.000 tripulantes está en contra de cumplir cualquier orden de frenar.
Desde la ciudadanía, la forma en que podremos comenzar a frenar ahora, es cuestionando el mérito de cada gasto que hace el Estado. Es decir, si es necesario, si es legitimo, si realmente es un aumento de buenos activos sustentables en el tiempo que permitan servir mejor a la población, o es solo un negociado pro-bolsillo de algún tripulante. El que emite el bono piensa que crea dinero de la nada, y como lo que fácil viene fácil se va, hace alarde de que tan rápido lo gasta, ergo, ejecución presupuestaria. Pero el verdadero valor de una buena gestión está en demostrar a la población la verdadera necesidad de ese gasto. Y como eso va a generar valor, traducido en ingresos futuros, viabilizará el repago del bono.
El sufrido contribuyente va a pagar la cuenta de ese dinero prestado y malgastado por unos funcionarios corruptos que maquillan sus transacciones innecesarias con argumentos de pseudo “ayuda social” o “asistencia a la población”. Ya tenemos varios ejemplos de complejas transacciones -que no pasan de cortinas de humo a fin de aparentar la legalidad requerida- para comprar activos inservibles. Un buen criterio para detectar estos “derrames”, como lo llaman elegantemente los analistas extranjeros, basta con solo notar el aspecto del proceso de compra: lo que es legal, transparente, legítimo, honesto, es simple, se hace público. E involucra la menor cantidad de intermediarios posibles. Lo que no tiene esta característica, ya sabemos hacia que bolsillo va.
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