Por Antonio Espinoza, socio del Club de Ejecutivos.
En la memorable película homónima de Brian Palma, que transcurre en Chicago en la década de 1920, y que le valió el Oscar a Sean Connery, y otro a Ennio Morricone por la mejor música, “los intocables” eran los integrantes de la brigada élite seleccionados por su incorruptibilidad para investigar e imputar al gánster Al Capone y su pandilla. Es sintomático y lamentable que hoy, en nuestro país, damos a la expresión una acepción diametralmente opuesta.
Pero para economistas y contadores son “intangibles”, y no intocables, aquellos bienes que no se pueden tocar, como el valor de una marca, un software, un diseño, una patente de invención o un proceso de producción. Estos valores intangibles son producto del conocimiento en sus distintas formas de investigación, innovación, desarrollo y creatividad. Y las economías ricas en bienes intangibles se denominan “economías del conocimiento”.
La producción y aplicación de conocimientos aumentan la eficiencia, la diversificación y la competitividad, generando riqueza y crecimiento. Por este motivo muchos países aspiran a convertir sus economías en economías del conocimiento. El Plan Nacional de Desarrollo Paraguay 2030 tiene como uno de sus objetivos transformar al país “de una economía basada en recursos naturales hacia una economía del conocimiento.”
Nos ufanamos de lograr tasas de crecimiento cercano al 4%, bastante superior a los de nuestros vecinos, pero si ampliamos nuestro horizonte vemos que el FMI pronostica una tasa de crecimiento global de 3,9% para 2018, es decir, corremos para quedar prácticamente en el mismo lugar. Si vamos a progresar, debemos hacer más, y el camino hacia la economía del conocimiento es uno que ineludiblemente hemos de recorrer para generar progreso social y reducir los niveles de pobreza en el país. Pero no es un camino libre de baches, e implica desafíos que deben ser contemplados y mitigados.
Las economías del conocimiento dependen de constante innovación para su prosperidad, y la oferta de talentos con la necesaria formación es siempre insuficiente, permitiendo a trabajadores calificados lograr altas remuneraciones. Los ingresos de trabajadores no calificados también crecen, pero no al mismo ritmo, y la brecha de ingresos se ensancha. En Nueva Zelanda, un país que en los últimos años se ha transformado de una economía agraria a una mucho más diversificada e innovadora, el coeficiente de Gini –una medida de la desigualdad de ingresos– pasó de 27% en 1972 a 35% en 2015.
Conclusión de lo antedicho, un segmento de la población ve con envidia y resentimiento como la élite educada progresa aceleradamente, y se siente rezagado y abandonado por una clase gobernante tradicional que responde a los intereses de esa élite. Esto es caldo de cultivo para políticos populistas. Se vio este fenómeno claramente en los resultados de la últimas elecciones norteamericanas: Hillary Clinton ganó en 472 distritos, que representaban el 64% del PIB de los EE.UU, mientras que Donald Trump ganó en 2.584 distritos pero que solo representaban el 36% del PIB.
Políticas públicas que fomentan el desarrollo de una economía del conocimiento contemplarán necesariamente mejorar la protección de los derechos intelectuales, facilitar la reinserción de profesionales e investigadores capacitados en el exterior y establecer un tratamiento tributario que estimule la incorporación de activos intangibles en las empresas. Pero es igualmente necesario hacer fuertes inversiones en modernizar y calificar la educación pública para reducir las inequidades que son consecuencia del proceso.
Nuestra meta, y la de nuestros próximos gobernantes, debe ser deshacernos de una vez por todas de los intocables criollos y promover la creación sostenible de bienes intangibles, fundamentos de progreso y prosperidad.
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