Por Yan Speranza, past-president del Club de Ejecutivos.
El año pasado, ya en el medio de la pandemia y de los fuertes impactos socio-económicos, se instaló por un tiempo en el debate público la necesidad de encarar algunas reformas claves que nos permitiese enfrentar en mejores condiciones las consecuencias de la situación tan complicada que enfrentaba el país.
Esta es, en la mayoría de los casos, la reacción casi natural en momentos de crisis, cuando nos percatamos de la gravedad de una situación que viene de antes, pero que agudizada nos motiva a llevar adelante algunos cambios que puedan modificar el rumbo futuro de las cosas.
Es precisamente por ello que se menciona que las crisis abren algunas ventanas de oportunidad desde donde se pueden generar transformaciones positivas.
En nuestro país, esa ventana de oportunidad tenía mucho que ver con las “defensas bajas” de los tradicionales opositores a cualquier tipo de reformas, aquellos que sienten que determinados privilegios pueden desaparecer si se modifica sustantivamente el status quo.
Era un buen momento para aprovechar esta situación en donde la clase política sentía la enorme presión de una ciudadanía que sufría en carne propia los embates de la pandemia, y afloraba la decepción y rabia por el funcionamiento de un Estado disfuncional y plagado de denuncias de corrupción.
Era un momento oportuno para impulsar, aunque sea alguna de las tantas reformas pendientes, y tuvimos un interesante momento de debate público al respecto. Incluso el gobierno dio un paso al convocar a referentes del sector privado a discutir sobre las reformas necesarias y presentar una suerte de hoja de ruta al respecto. Esta función se la encomendaron al propio vicepresidente del país.
Ni siquiera estamos hablando de reformas profundas de índole constitucional, que requieren otro tipo de consensos sociales. Nos referimos a reformas puntuales de la administración pública y de cuestiones como educación y salud que tienen enormes y profundos déficits en sus capacidades para brindar estos bienes públicos tan esenciales.
Un paso interesante y esperanzador fue la presentación por parte del Ejecutivo de un proyecto de ley de Reforma de Servicio Civil, es decir de la función pública, un eje sin dudas clave si buscamos en el mediano y largo plazo transformar la capacidad de nuestras instituciones públicas de brindar servicios de calidad.
Hasta ahí llegamos. Claramente el tema se ha desinflado totalmente y no aparece ningún actor político relevante que promueva activamente y con propuestas la discusión de las reformas que precisamos.
Desde el Ministerio de Hacienda se anuncia la inminente presentación de otros proyectos de reforma como el de las compras públicas por ejemplo, pero ¿quién se apropia del trabajo de gestionar políticamente la discusión, aprobación e implementación de las mismas?
Las resistencias se activan con rapidez cuando se percibe que alguna propuesta de reforma puede poner en riesgo ciertos privilegios. Y el gran problema es que no vemos a un gobierno decidido a confrontar esas resistencias poniendo en juego algo del capital político que pueda tener. Y menos aún en un año electoral.
Recuerdo en ese sentido una idea pronunciada por la vicepresidenta de los EE.UU, Kamala Harris: “el capital político no genera dividendos y hay que utilizarlo con decisión y valentía para los cambios que se precisan, asumiendo las consecuencias tanto positivas como negativas que pudieran surgir”.
Una interesante manera de expresar que el poder hay que ejercerlo para generar transformaciones y no solo esperar sobrevivir lo suficientemente entero el periodo de gobierno.
Y entonces, ¿Qué hacemos con las reformas que precisamos?
	
	
	
	
	
	
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