Por Luigi Picollo, socio del Club de Ejecutivos.
Paraguay es muy atractivo cuando un extranjero analiza desde afuera la baja carga tributaria nominal, los bajos encargos sociales sobre el costo salarial, la no existencia de poderosos sindicatos de trabajadores privados. Y también que, al ser un mercado pequeño, requiere de un menor monto de inversión para participar de un rubro deseable. Además, la estabilidad monetaria, el buen desempeño de la macroeconomía, las leyes convenientes que promueven la inversión, el impuesto a la renta personal solo sobre renta nacional, etc. Parece realmente un país de maravillas. Más aún cuando está insertado en América Latina, un barrio donde cada vez más varios países se convierten en infiernos fiscales por contar con gobiernos altamente endeudados. Comparativamente… nunca fuimos tan atractivos.
Nos repetimos que tenemos que vender más Paraguay, que nos tienen que conocer más, siendo que hasta antes del Covid manteníamos los hoteles llenos de inversionistas en busca de oportunidades. Pero la verdad es que muy pocas inversiones se concretan, continuamos con muy bajos niveles de inversión directa extranjera comparado con el vecindario. Así como vienen a visitarnos, se van sin regresar. Cada vez es más obvio que nuestro éxito ya no pasa por el fomento de “vendernos más”, sino por el hecho de concretar la inversión, de asegurar la venta. Un fenómeno muy difícil de entender.
Una forma de explicar el misterio es ver que la inversión viene en forma de un ser humano, que vive la “experiencia Paraguay”. Lo que es diferente de lo que percibimos como ciudadanos. La visita del extranjero comienza con el tortuoso proceso de conseguir una visa para viajar a Paraguay, cuando aún estamos en la prehistoria burocrática de exigir visas físicas en países donde no tenemos embajadas o consulados en algunas ciudades, debido a que solo parcialmente hemos avanzado en la digitalización de esa exigencia del derecho internacional.
Cuando el ejecutivo extranjero consigue llegar a Paraguay y tiene que firmar un documento o abrir una cuenta bancaria, debe conseguir una cédula de residente. Allí comienza un calvario, aparecen carísimos y peligrosos intermediarios de dudoso origen, o si el honesto visitante quiere atreverse a hacer las cosas personalmente se paseará por meses acudiendo a un sin número de precarias oficinas públicas y comisarías, juntando papel tras papel, en un ilógico y lento trámite que desafía la paciencia. Hay historias de terror en esto, mientras que Uruguay “regala la residencia”. En esta tortuosa experiencia a que todos los extranjeros deben de someterse, perdemos credibilidad, se va el perfume de la marca país y se contactan con la realidad que no queríamos mostrarla.
Luego al intentar concretar la transferencia de un bien registrable o de un proyecto inmobiliario, los registros públicos son monstruos devoradores de papeles físicos, sin ningún tipo de obligación de cumplimiento de plazos. Los expedientes se pierden en el más allá, mientras la ecuación económica cambia, los intereses se enfrían, los inversionistas se aburren, otros negocios alternativos aparecen y se van.
En una era donde el dinero viaja a la velocidad de la luz, el tiempo de quien decide es valiosísimo, la competencia es rápida pues nunca fue tan global y digitalmente directa, nosotros caminamos al paso de una tortuga paralítica. Para un funcionario público, el tiempo no vale absolutamente nada. Concretar algo en Paraguay es perder un tiempo que no lo podemos explicar a un extranjero capaz y con recursos. La experiencia país, esencialmente, se resume en “todo es posible pero no sabemos cuándo”. Entonces para asegurar más inversión directa extranjera, lo primero que tenemos que respetar es el tiempo. Debemos ahorrar tiempo, eliminando todas estas pequeñas trabas tan arcaicas en el rápido mundo digital.
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