Por Luigi Picollo, socio del Club de Ejecutivos.
La pandemia sorprendió hasta a los países que estaban manejando muy bien su economía y con una razonable deuda soberana, como Paraguay. La acción, que simultánea y desesperadamente todos encararon, fue tomar deuda sin límites para solventar la crisis sanitaria y sostener a la población sin trabajo. Se dejó de lado la responsabilidad fiscal, la población por omisión dio carta blanca a sus gobernantes, y el resultado fue un insano endeudamiento de los países. Lo mismo ocurrió con las empresas y las personas físicas. Desde el inicio del COVID, la deuda mundial total pública y privada aumento 12% llegando a un número aterrador: US$ 289,000,000,000,000. Para tener una idea, ese número es 12,72 veces el PIB de los Estados Unidos. Entramos en la era del sobre endeudamiento.
Ahora, la misma deuda tomada por un país rico que cuenta con una economía madura, eficiente, productiva, que desarrolla talentos y atrae cerebros, con un mercado interno enorme, le es más fácil pagarla. El ejemplo es la deuda/PIB de EEUU que es de 107%, y la de Japón es de 237%, y continúan solidos produciendo excelencia. Pero para países subdesarrollados, ineficientes, con pocos talentos, con un mercado interno pequeño e inseguridad política y jurídica, nuestros actuales 35% (y empeorando) ya representan un endeudamiento altísimo, un gran peso para nuestro frágil desarrollo.
La gestión de un país pobre, muy endeudado, es radicalmente diferente al país que teníamos en el 2019. La presión tributaria en Paraguay ya no es suficiente para pagar aumentos de salarios del sector público, cumplir con los contratos ya firmados, honrar los intereses y vencimientos de la deuda pública, y proveer a la población los servicios esperados. Obligatoriamente van a tener que subir los impuestos, solamente para sostener el andamiaje actual, pues ni siquiera alcanza para mejorar absolutamente nada. Mientras que todo lo que deje de hacer el estado deberá ser ejecutado por el sector privado, desde obras de infraestructura hasta escuelas y hospitales, con la fórmula que sea, APP, concesión, privatización, liberalización, etc. El modelo anterior que era tan cómodo, donde “papá Estado” tomaba deuda, contrataba funcionarios y licitaba lo que necesitaba ya no es viable.
La clave del éxito para que ocurra este profundo cambio obligatorio en nuestra economía es que el estado sea sólido, estable, creíble, y asegure la continuidad de las reglas, la ansiada seguridad jurídica en un horizonte de tiempo expresado en “décadas”, no en “periodos electorales”. La evidencia de la consecuencia de un mal gobierno es Argentina, donde nadie invierte y el que puede huye. Un buen gobierno es el de Brasil donde ha ejecutado el programa más grande del mundo de inversión pública privada en el sector de transporte, transfiriendo al sector privado 34 aeropuertos y 29 terminales portuarias, además de concesiones de más de 25,000 km de rutas, US$ 20 billones en inversión privada en ferrocarriles, 74 activos públicos privatizados, para citar algunos ejemplos realizados durante la misma pandemia. Esta inversión se da solamente en un país serio, pues el capital privado no es patriótico, ¡es pragmático!
La realidad que nos atropelló nos obliga a promover una economía de libre mercado donde el gobierno participará menos y el privado asumirá más riesgos. El privado se deberá volver más sofisticado para que: sus costos sean tan bajos que se puedan pagar con los ingresos de los usuarios del sector privado; y los bancos en vez de financiarles limitadas líneas de corto plazo con garantía hipotecaria, trabajen de verdad en financiamientos de proyectos con deuda sindicada y asuman riesgos en serio a larguísimo plazo.
Para continuar el desarrollo nuestro país obligatoriamente se va a tener que sofisticar muchísimo. De lo contrario, vamos a ser un país con impuestos altos, estancado, ineficiente, e innecesariamente más caro.
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