Por Yan Speranza, past-president del Club de Ejecutivos.
La palabra catástrofe suena fuerte en nuestro idioma y alude a un evento no deseado que produce una enorme destrucción, al tiempo de alterar de manera significativa el desarrollo deseado de las cosas.
El estado de alteración que genera una catástrofe moviliza a las personas de varias maneras. Y, por lo general, se apunta a reparar lo más rápido posible los daños directos y hacer algo con el objetivo de evitar en lo posible la ocurrencia o el impacto de algo similar en el futuro.
Cuando tuvimos por ejemplo la terrible tragedia del incendio en el supermercado Ycua Bolaños, la sociedad paraguaya fue muy afectada y en los días, semanas y meses posteriores, hubo una enorme movilización para revisar el estado de los ductos de aire, las cocinas, las salidas de emergencia, la capacitación del personal de seguridad, las regulaciones municipales y varias medidas más que estaban vinculadas a evitar un potencial nuevo evento de estas características.
La sociedad paraguaya viene enfrentando una situación que, perfectamente puede ser catalogada de catástrofe, en educación y se refiere a los resultados de las evaluaciones que se toman a nuestros estudiantes en términos de sus aprendizajes.
Nos referimos a aprendizajes bien básicos como la capacidad de leer correctamente y comprender lo que se lee, así como la capacidad de razonar para resolver determinados problemas matemáticos adecuados a cada ciclo escolar.
En términos más simples, en la sociedad hacemos un esfuerzo muy grande para montar y mantener un sistema educativo que debe tener como fin primordial que nuestros niños, niñas y jóvenes aprendan lo que la propia sociedad decidió que deben aprender.
Es tremendamente complicado que nuestros estudiantes puedan aprender el conjunto de conocimientos, competencias, habilidades y valores requeridos para desarrollar todo su potencial como seres humanos, si no logran dominar algo básico como aprender a leer y comprender lo que leen.
El Banco Mundial le llama a esta situación “pobreza de aprendizaje”. Se trata de la incapacidad de un niño o niño de 10 años de leer un texto simple y comprender lo que ha leído. En América Latina prepandemia, esta situación afectaba a un 53% de la población y se elevó actualmente al 70%.
En nuestro país, ya teníamos a más del 70% de nuestros estudiantes en esta situación y todo hace suponer que esta cifra se ha elevado a más del 80% de nuestra población escolar. De hecho, en una evaluación realizada a aquellos jóvenes que han abandonado el sistema escolar (solo la mitad de los que iniciaron la primara, terminan la secundaria), el 99% de los mismos no alcanza a tener las competencias mínimas de comprensión lectora. Entre muchos otros datos, estos dos son bastante ilustrativos para designar a esta situación como una verdadera catástrofe social.
Si entendemos la tremenda destrucción que esto está ocasionando a nuestra sociedad, deberíamos reaccionar en consecuencia y como ocurre en cualquier otra catástrofe, sumar fuerzas y concentrarnos en apagar lo más rápido posible el incendio. Esto implica foco total en el problema real, y por supuesto entender mejor las causas que la producen y actuar sobre ellas.
Sin embargo, veo casi atónito que gran parte del debate sobre educación en este momento y particularmente en lo referente al proceso de transformación educativa en curso, se enfoca en algunas palabras cuasi diabólicas. Se intenta presentar a cuestiones como “igualdad de género”, “inclusión” o “enfoque de derechos” como parte de una suerte de agenda global que quiere destruir nuestra sociedad y forma de ser.
¡Por favor! El problema no está ahí. Claramente no estamos entiendo la dimensión de esta catástrofe y el impacto que tiene y tendrá sobre toda la sociedad.
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